El cuarto

Hace como dos semanas me dio por empezar una especie de autobiografía... más que nada recordar mi cuarto del departamento anterior y cómo me afectaba en la vida... eran como las 3 de la mañana, estaba inspirado pero me faltaban algunos datos (los "????")... aquí se los dejo por si alguien está de ocioso; está chistosón....


Yo nací un 2 de marzo, allá en el año de 1982 cuando el presidente era Miguel de la Madrid, "internet" era una palabra que creo que nadie usaba y las computadoras eran unas cosas enormes que sólo los gobiernos de los países ricos podían tener. Nintendo se aventuraba a hacer unos pequeños juegos electrónicos con pantallas de cristal líquido que tenían varios cuadros de un monito cabezón, pero Atari le llevaba mucho la ventaja en eso de las computadoras para juegos. George Lucas ya se estaba haciendo rico con su segunda parte de la Guerra de las Galaxias y planeaba una tercera --lo había dejado claro al final de la segunda--??????

Nací ya entrada la noche, yo creo que desde entonces esta manía de tener ganas de estar despierto en la noche y dormir toda la mañana. Según me han dicho, fue en un hospital allá por Polanco, aunque eso no importa mucho ya que toda mi infancia la viví en un departamento medio apretado en la Del Valle Sur, atrás del karate Okinawa y muy cerca de la Comercial Mexicana que supongo existe ahí desde que existe la colonia.

Mi cuarto --mejor dicho, el cuarto donde vivía-- estaba un poco apretado, y era el cuarto donde caían todas las cosas que eran necesarias en la casa pero que por lo pequeño del departamento no tenían otro lugar para existir. Parecía que todo "lo que sobraba" iba a parar conmigo. Yo no "sobraba", por supuesto, yo siempre fui muy querido por mis padres, quizá ligeramente demasiado querido.

Pero todas estas cosas de alguna manera le quitaban cierto sentido de... ¿cómo decirlo? De intimidad, al cuarto. Viendo alrededor de mi cama, se iban alternando cosas mías con cosas no-mías: mi clóset con mis libros de Wally y mi espada de Star Wars --que no sé quién me regaló pues por ese entonces ni sabía quién era Chewbacca--, la aspiradora, mi tele y los nintendos, el burro de planchar, el ropero con juegos de mesa y rompecabezas --más de mi papá que míos--, mi escritorio, la máquina de coser y finalmente una enorme montaña de ropa y colchas y quién sabe qué otros entes telosos que cubrían lo que después me enteré que era un sillón reclinable. Desde luego que no se podía reclinar, puesto que servía sólo para llenar el espacio justo entre la pared y mi cama. Aun así a veces me gustaba sentarme en él, aunque la montaña de ropa debajo de mí hacía las veces de tobogán que lentamente me iba arrastrando hacia el pequeño hueco que quedaba entre el sillón y mi cama, quedando yo con el trasero atrapado en dicho hueco como si fuera arenas movedizas que, si me seguía moviendo, me iba tragando más y más. Ahora que lo pienso esa era una de las cosas simples que me divertían en los últimos años de mi infancia.

Desde luego que mi cuarto no siempre fue exactamente así; no siempre hubo nintendos ni escritorio... Cuando era pequeño recuerdo que tenía en un rincón frente al clóset una enorme cabeza de oso a la cual no sé por qué razón siempre llamé ardilla. Al levantarle el sombrero uno encontraba un gran tesoro formado por camiones de plástico, coches de metal, gusy-gusanos, pelotas, transformers, tortugas ninjas y no sé cuántos juguetes más que llenaban la cabeza de la "ardilla". Pero había días que ese espacio, ya desocupado de tanto chisme --que, obviamente, salían de uno por uno para ser jugados unos 20 min cada uno--, servía como la cabina de una nave espacial en la que uno podía entrar y viajar a otros mundos, o al menos esconderse de mi mamá que seguramente nunca sabría que yo estaba tranquilamente sentado donde antes iban todos esos juguetes ahora regados por todo el piso y mi cama.

Esa "ardilla" poco a poco se fue haciendo más chica, hasta llegar al punto en que ya no era suficientemente grande para alojar al piloto de la nave, así que un buen día cedió su lugar a... la verdad no me acuerdo qué tomó su lugar; supongo que se quedó el espacio vacío o conseguí un buró más grande.

Lo que sí siempre existió fue ese ropero de madera frente a mi cama, con el gran espejo que me observaba día y noche y que siempre guardó algo de misterio, como si de repente se fuera a convertir en la puerta a un espacio interdimensional en el que podría entrar en medio de la noche y reemplazar a mi reflejo del otro lado. Desde luego que, como buen niño curioso y con ganas de explorar mundos distintos, esta situación no me daba miedo, ya que mi reflejo no era malvado --eso sólo pasa en las películas-- y podría tranquilamente tomar mi lugar en mi cuarto sin que mi mamá se diera cuenta. Ah, porque eso sí, mi mamá estaba ocupada casi todo el tiempo y su atención, dividida entre los exámenes de sus alumnos y mi "mira mami, mis transformers", no era suficiente para mí, al menos no para que se diera cuenta de mi cómplice doppelganger. Yo, del otro lado del vidrio, seguramente descubriría cosas mágicas y que seguramente nadie nunca habría visto. Yo sabía que el mundo del espejo era muy diferente al mío y lo único que habían construido en reflejo era mi cuarto, para que nadie sospechara. Y sí les había funcionado; nadie sospechaba de su mundo mágico, nadie tenía la curiosidad... excepto yo. Y un día de estos, cuando las leyes de la física --ya desde chico estaba muy conciente de ellas, aunque no empleara el término "física"-- se descuidaran por un instante, entonces me levantaría de mi cama y brincaría a través del vidrio. ¿Me atrevería?

Uno de los más grandes conflictos que tenía yo con llamar a esa habitación "MI cuarto" es que todo estuvo ahí desde antes de que yo existiera. O al menos desde antes de que yo recordara. La verdad es que, según dicen, viví los primeros meses de mi vida en otro departamento de la zona. Lo mismo daba que me dijeran que los viví en Marte; mi memoria todavía no empezaba a registrar entonces. Pero ese cuarto del departamento de la calle de Aniceto Ortega había estado ahí desde que yo tenía memoria; tal vez era tan viejo como el Universo mismo. Y así como hay estrellas que sabemos que existen pero nunca hemos ido, así cada uno de los tres rincones de mi cuarto (en el 4o estaba la puerta) era un gran misterio. Nunca había tenido la oportunidad de asomarme atrás del sillón, ni al oscuro rincón dentro del clóset, ni al rincón entre el ropero y el escritorio, donde parecían residir varias maletas, llenas de no sé qué, apiladas una sobre otra. Pensándolo bien, no sólo los rincones mencionados, sino también las paredes detrás del ropero, del escritorio y la máquina de coser podían también ser portales a otras dimensiones, hasta donde yo sabía. Y así, sentía que cualquier día de estos podría salir de estas paredes una colonia de insectos, una familia de extraterrestres, una jauría de ratones, o por lo menos un pedazo de pared medio disuelta y desmoronada por la humedad, que era lo más probable. Ah, porque siempre oía a mis papás decir que en ese departamento había "mucha humedad". De cualquier manera, conforme fue pasando el tiempo, el 'no poder' asomarse detrás de los apretados muebles se fue convirtiendo en un 'no querer', por tener miedo de lo que pudiera encontrar ahí. Era mejor que los muebles se quedaran en su lugar, definiendo la frontera entre mi hábitat y lo desconocido. Supongo que los extraterrestres entenderán que no deben salirse de su pared.

Cuando crecí un poco y descubrí que no tenía chiste andar meneando los monigotes de los Transformers, los Halcones Galácticos, los Cazafantasmas y las Tortugas Ninja, descubrí que mi primo y algunos amigos tenían una cosa que se llamaba "Nintendo". Era como el viejo Atari que jugaba mi papá, sólo que en vez de una horrible palanca con un botón usaba un bonito control rectangular con una crucecita y varios botones, y las gráficas de los juegos eran mucho mejores. Casi se acercaban a una caricatura que uno mismo manejaba. En el nintendo vi el compañero de juegos que muchas tardes me hacía falta por no tener hermanos ni hermanas, así que decidí pedirle uno a Santa Claus. Como siempre sacaba dieces en la escuela, era un regalo seguro.